Alguna que otra vez me he preguntado por qué, tras más de veinte años de abandonar profesionalmente el litoral, y arraigado como estoy en la sierra madrileña, sigo teniendo este tirón marinero, y por mis venas sigue fluyendo, mezclada con mi sangre, la sal de nuestras costas, que me provoca, dicho sea de paso, una pertinaz e irresoluble hipertensión arterial.
No le encontraba una explicación lógica hasta que, hace unos días, mientras se reproducía el vídeo de Balti "Nacimiento de Kala" escuché una expresión que llevaba sin oir casi veinticinco años, "Luego aluego", que me transportó como en un "flash back" a mi etapa cartagenera, entre los años 1982 y 1985.
Andaba yo entonces por los veintipocos y en Cartagena encontré a mi segunda familia, la de mi compañero y amigo Antonio Quiles, que me acogió como uno más (y no eran pocos) en su casa del Barrio "Virgen de la Caridad", más conocido como "Las Seiscientas". Con ellos comí en innumerables ocasiones, en su casa dormí más de una noche, desplazando al "chinorri" de la casa desde su cama al sofá, y allí se lavaba mi ropa todas las semanas, pues la señora Isabel se negaba en redondo a que me gastara "los cuartos" en una lavandería, teniendo ella "una buena lavadora" .
Pues bien, esta familia, humilde pero compuesta por personas de la más alta calidad humana, tenía por costumbre veranear donde los más pudientes, en las playas del Mar Menor, si bien de una forma un tanto peculiar.
Existían entonces, cerca de la zona conocida como Playa Paraíso y del camping "Villas Caravaning", unas salinas abandonas, que por lo que veo ahora desde las alturas del Google Maps, se han vuelto a poner en explotación. Por aquellos años su propietaria, una viuda acaudalada según contaban los mayores, daba permiso para que en sus tierras, colindantes a la playa, se instalara todo aquél que quisiera con su tienda de campaña.
El Sr. Pepe Quiles, jubilado de la Empresa Nacional "Bazán", montaba, apenas terminaba mayo, su tienda familiar (dos dormitorios pequeños y uno de matrimonio, porche cubierto y cocina independiente) en dicha playa, donde se constituía una auténtica ciudad de aluvión, con familias que se conocían de veranear año tras año en el mismo sitio. Como yo poseía entonces una tienda canadiense de 4 plazas, me "adosé" a mi familia cartagenera, utilizando mi tienda como "pisito para solteros".
No me extenderé contando muchas aventuras, como la de llegar a remo (Manolo, no teníamos vela ni motor) hasta Isla Mayor, para comer en el chiringuito que allí había unas riquísimas sardinas asadas, mientras el Sr. Pepe, de proel, nos gritaba "Chacho, no reméis tan fuerte, que nos vamos a salir de España". O como nuestra recogida de kilos y kilos de almejas para el arroz. O aquel día en que, tras ser expulsados a las ocho de la mañana de la tienda de solteros a golpe de insecticida (porque al parecer la habíamos "líado parda" despertando a todo el mundo cuando llegamos de madrugada, después nuestro habitual recorrido por las discotecas de la Manga) me quedé dormido en el agua sobre una colchoneta y desperté, horas más tarde, cerca de Isla Perdiguera, con la espalda en carne viva por las quemaduras.
El caso es que una de las principales carencias de esta acampada era la del agua dulce. Confieso que a esa edad no la usaba mucho para beber, pero quien conozca el Mar Menor, sabrá que la concentración de sal se acerca mucho a la del Mar Muerto.
Existía, como siempre ocurre en estos casos, un hombre avispado que, con unos depósitos, unas mangueras y unas alcachofas, te ofrecía la posibilidad de ducharte al precio de 50 pesestas. La pega es que por ese dinero te tomabas dos quintos de cerveza, así que, durante la primera quincena de julio el que suscribe efectuaba su higiene personal "a lo pirata" y permanecía sin que por su cuerpo corriera ni una gota de agua dulce, con el correspondiente acúmulo de salitre en pelo, nariz, orejas y otras oquedades corporales, sobre las cuales no me voy ahora a explayar.
De ahí me vienen, creo yo, estas aficiones bucaneras y, aunque los médicos se empeñen en lo contrario, mi maldita hipertensión.
No le encontraba una explicación lógica hasta que, hace unos días, mientras se reproducía el vídeo de Balti "Nacimiento de Kala" escuché una expresión que llevaba sin oir casi veinticinco años, "Luego aluego", que me transportó como en un "flash back" a mi etapa cartagenera, entre los años 1982 y 1985.
Andaba yo entonces por los veintipocos y en Cartagena encontré a mi segunda familia, la de mi compañero y amigo Antonio Quiles, que me acogió como uno más (y no eran pocos) en su casa del Barrio "Virgen de la Caridad", más conocido como "Las Seiscientas". Con ellos comí en innumerables ocasiones, en su casa dormí más de una noche, desplazando al "chinorri" de la casa desde su cama al sofá, y allí se lavaba mi ropa todas las semanas, pues la señora Isabel se negaba en redondo a que me gastara "los cuartos" en una lavandería, teniendo ella "una buena lavadora" .
Pues bien, esta familia, humilde pero compuesta por personas de la más alta calidad humana, tenía por costumbre veranear donde los más pudientes, en las playas del Mar Menor, si bien de una forma un tanto peculiar.
Existían entonces, cerca de la zona conocida como Playa Paraíso y del camping "Villas Caravaning", unas salinas abandonas, que por lo que veo ahora desde las alturas del Google Maps, se han vuelto a poner en explotación. Por aquellos años su propietaria, una viuda acaudalada según contaban los mayores, daba permiso para que en sus tierras, colindantes a la playa, se instalara todo aquél que quisiera con su tienda de campaña.
El Sr. Pepe Quiles, jubilado de la Empresa Nacional "Bazán", montaba, apenas terminaba mayo, su tienda familiar (dos dormitorios pequeños y uno de matrimonio, porche cubierto y cocina independiente) en dicha playa, donde se constituía una auténtica ciudad de aluvión, con familias que se conocían de veranear año tras año en el mismo sitio. Como yo poseía entonces una tienda canadiense de 4 plazas, me "adosé" a mi familia cartagenera, utilizando mi tienda como "pisito para solteros".
No me extenderé contando muchas aventuras, como la de llegar a remo (Manolo, no teníamos vela ni motor) hasta Isla Mayor, para comer en el chiringuito que allí había unas riquísimas sardinas asadas, mientras el Sr. Pepe, de proel, nos gritaba "Chacho, no reméis tan fuerte, que nos vamos a salir de España". O como nuestra recogida de kilos y kilos de almejas para el arroz. O aquel día en que, tras ser expulsados a las ocho de la mañana de la tienda de solteros a golpe de insecticida (porque al parecer la habíamos "líado parda" despertando a todo el mundo cuando llegamos de madrugada, después nuestro habitual recorrido por las discotecas de la Manga) me quedé dormido en el agua sobre una colchoneta y desperté, horas más tarde, cerca de Isla Perdiguera, con la espalda en carne viva por las quemaduras.
El caso es que una de las principales carencias de esta acampada era la del agua dulce. Confieso que a esa edad no la usaba mucho para beber, pero quien conozca el Mar Menor, sabrá que la concentración de sal se acerca mucho a la del Mar Muerto.
Existía, como siempre ocurre en estos casos, un hombre avispado que, con unos depósitos, unas mangueras y unas alcachofas, te ofrecía la posibilidad de ducharte al precio de 50 pesestas. La pega es que por ese dinero te tomabas dos quintos de cerveza, así que, durante la primera quincena de julio el que suscribe efectuaba su higiene personal "a lo pirata" y permanecía sin que por su cuerpo corriera ni una gota de agua dulce, con el correspondiente acúmulo de salitre en pelo, nariz, orejas y otras oquedades corporales, sobre las cuales no me voy ahora a explayar.
De ahí me vienen, creo yo, estas aficiones bucaneras y, aunque los médicos se empeñen en lo contrario, mi maldita hipertensión.
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